Los miembros de esa cofradía rara vez se saben. Suponen que hablar de su padecimiento es reconocer una debilidad, un expediente de vergüenza que creen único en ellos. La definición se mantuvo enmascarada durante siglos. La palabra melancholia surgida en inglés en 1303, fue trasladada a un territorio que no le pertenecía. Los poetas románticos, Byron o Whitman y el propio Victor Hugo se enorgullecían de su estado melancólico, era un privilegio. Pero el nuevo monstruo estaba allí, agazapado llevó a Virginia Woolf a poner piedras en sus bolsas y caminar al río.
¿Qué quiere decir superalimento? Como esta palabra no está en el diccionario, algo sorprendente considerando la cantidad de vocablos nuevos recientemente aceptados por la otrora rígida institución rectora de la lengua española, me gustaría empezar reconociendo que no existe una definición.
La solución sería a medio y largo plazo: todos los países deberían tener un sistema de salud fuerte, con adecuados sistemas de vigilancia epidemiológica que puedan responder rápidamente ante cualquier eventualidad sanitaria. Sin embargo, sigue habiendo demasiados sistemas sanitarios frágiles en el mundo, con muy pocos recursos humanos, materiales y económicos en cantidad y calidad suficiente para poder hacer frente a las necesidades de salud de su población.
Hasta aquí, lo normal cuando se trata de una epidemia que se desata en un país ‘pobre’. Lo diferente en esta ocasión ha sido que, sorprendentemente, en los países ‘ricos’, también llamados países del Norte, se ha generado una gran alarma social, quizás porque en esta ocasión nos hemos dado cuenta de que la enfermedad puede ‘viajar’ a otros países y regiones y, sobre todo, por el miedo a la posibilidad de que nos afecte. Y es que las enfermedades nos recuerdan constantemente que no tienen fronteras, y más en un mundo tan globalizado como el nuestro. Pero aunque podemos denominar a la de 2014 como la peor epidemia debida al virus Ébola hasta el momento, no la podemos comparar con las cifras de muertos por otras enfermedades como la malaria, que mata a más de medio millón de personas al año -la mayoría niños y niñas-, pero que no copan las portadas de los medios de comunicación de nuestros países, seguramente por no ser una amenaza presente para nuestra salud.
No obstante, si queremos que estos sistemas sean efectivos, no solamente debemos ponerlos cerca de la población, sino que ésta debe usarlos. Y para ello las comunidades locales deben de participar en la definición de las prioridades de salud. Parece que en esta epidemia ha habido por parte de ciertas comunidades un rechazo a ser tratados, creyendo que en vez de curar, la ayuda pretendía propagar la enfermedad. Y este rechazo a la ayuda sanitaria no es la primera vez que pasa. Pero en mitad de una epidemia es prácticamente imposible poder integrar los patrones sociales y culturales en las estrategias de lucha contra la enfermedad, porque estas acciones requieren tiempo. Y, por lo tanto, es una labor que los sistemas de salud deben hacer a medio y largo plazo: ganarse la confianza de esa población.
Unos y otros caminan al borde el abismo, con una diferencia, los crónicos se vuelven profesionales de su mal; muchos reciben ayuda médica. Los medicamentos han evolucionado con gran rapidez, cada generación es más limpia y con menos efectos secundarios. ¡Hay cura! Pero el riesgo está allí. En un espléndido artículo en estas páginas, Leo Zuckermann lo plasmó en una expresión: “La depresión mata”. Mata a los que transitan sin saberlo de la tristeza a la depresión y a los crónicos que, a pesar de los medicamentos, nunca pueden regresar a la superficie, atrapados en las mortales arenas movedizas de la depresión.